Emigrados y exiliados
Alfonso Colodrón
Holanda, 1963.
Fue mi primer contacto con personas que habían tenido que dejar
su tierra y su familia para poder sobrevivir. Un grupo de quince universitarios
fuimos a trabajar a las fábricas textiles de Enschede, a pocos kilómetros
de la frontera alemana, para hacer un estudio de las condiciones de vida
de la segunda oleada de españoles que atravesaban los Pirineos empujados
por la necesidad.
Recuerdo, como
si fuera ayer, la dificultad de adaptación a los horarios y costumbres
del "norte". Desayuno a las 6h de la mañana. Ruido ensordecedor
de las máquinas a las 7h. Bocadillos para el almuerzo a las 12h.
Cena a las 7 de la tarde. Pero lo más impresionante era ver a algunos
padres de familia, que pasaban sábados y domingos paseando calle
arriba y calle abajo, frente a los modestos hoteles que los alojaban, porque
no podían gastar ni un solo florín en tomarse una cerveza:
lo enviaban todo a la familia, a veces numerosa, que había quedado
atrás. Algunos holandeses miraban con desconfianza desde detrás
de sus ventanas, otros con indignación porque la calle estuviera
"tomada" por emigrantes. Pero a la mayoría les pasaba desapercibidos.
Simplemente no los veían. Era la "invisibilidad" del otro, útil
para la economía, pero estéticamente molesto.
Una década
después, había 11 millones de emigrantes en la Europa industrializada.
Habían disminuido mucho los italianos y aumentado los portugueses
y los turcos. Algunos españoles habían logrado volver. Otros
se habían instalado en en los márgenes de las sociedades
que les acogían. En París, por ejemplo, dos tercios de las
asistentas eran españolas. Una de ellas, M, logró pagarse
los estudios de sociología e instalarse años después
en Barcelona en una organización sindical. Nunca traicionó
sus orígenes ni su actitud solidaria.
A principios
de los años 70 convivían exiliados desde la Guerra civil,
nuevos emigrados por motivos económicos, estudiantes y los recién
exiliados, huidos de la represión franquista. Se me agolpan en la
memoria caras y vidas, vivencias, dolores y gozos. Algunos personajes,
anónimos entonces, han florecido en la política, la literatura,
el arte... Han dejado de ser anónimos y por ello no caben en esta
serie. De otros he perdido la pista, como la de a un excompañero
de carrera, perteneciente a la alta burguesía del régimen,
que había tenido que huir e interrumpir los estudios, por su pertenencia
a una de las muchas formaciones políticas prohibidas en aquellos
tiempos. No tenía beca ni perspectivas de trabajo. Pero el brillo
de su mirada denotaba el orgullo de ser una más de las víctimas
del franquismo, aunque apenas velaba el miedo a la incertidumbre de su
futuro inmediato.
Entre los exiliados
políticos, me impresionó especialmente Cipriano Mera. Le
conocí en su piso de jubilado, junto a su compañera, el día
en que cedía, con permiso de ella, los derechos de sus memorias
para la CNT, sindicato al que había pertenecido desde su juventud.
Llegó a ser general "por las circunstancias políticas del
momento", según sus propias palabras, pero volvió a ejercer
de albañil hasta su jubilación, por voluntad propia, renunciando
a los cargos o privilegios que sus compañeros de exilio pudieron
ofrecerle. A pesar de que sus memorias las publicase justo antes de su
muerte la entonces prestigiosa editorial en el exilio Ruedo ibérico,
Cipriano sigue siendo un "anónimo extraordinario", en el que ideales,
acción y vida siempre fueron de la mano.
Entre los muchos
emigrados latinoamericanos de aquella época, Chingolo era un "fuera
de serie". Había escapado de la dictadura de Velasco y logró
compaginar la actividad política en el exilio, los estudios universitarios,
la supervivencia económica en decenas de trabajos mal pagados e
instalar a su familia en París, donde todavía viven sus hijos
y su mujer. Él volvió clandestinamente para seguir la lucha
hasta la instauración de la democracia en 1980. Siempre tenía
un minuto para ayudar a alguien y nada era problema para él. Ni
siquiera viajar de Lima a París, vía Nueva York, sin dinero
ni billete. Nunca logré saber cómo lo hizo.
Otros emigrados
extraordinarios lo son por otras razones. En la Isla de Pascua, a 3.000
kilómetros de las costas chilenas, encontré al único
español que vivía allí a finales de los 70. Se dedicaba
a transportar turistas por la isla en su todoterreno. Todo eso, antes del
"boom" turístico y de que se hubieran divulgado los famosos "tikis"
de piedra que vigilan la isla más occidental de la Polinesia. Coincidencia
o sincronía: era de Valladolid, como mi padre, y también
se llamaba como él: Victoriano.
En Sidney, por
el contrario, había una pequeña colonia de españoles
emigrados. El presidente de una de de las "Casas de España" era
un hombre afable que había conseguido instalar un pequeño
taller de joyería y comprarse, con su esposa, un bonito chalet en
un barrio residencial. Ya había pasado la etapa del miedo a la decisión
de abandonar el propio país para instalarse en lo desconocido, la
pereza de aprender un nuevo idioma, el trauma de la llegada, las dificultades
de adaptación como ciudadano de segunda clase. Pero, como la mayoría,
prefería no haber tenido que abandonar su país y pensaba
volver a España cuando se jubilase. Pocos son los que se desapegan
de sus orígenes y costumbres; aunque reconocía algunos buenos
valores del país de acogida, veía con perspicacia sus defectos
y limitaciones. Muchas Señoras de Smith o de Johnson eran exiliadas
"voluntarias", que, huyendo de la griseidad y falta de horizontes de los
años 50, habían emigrado para casarse con australianos que
solicitaban esposa.
En la mayoría
de las ocasiones, son los más necesitados los que parten, pero también
los más audaces, los que son capaces de soltar amarras, de arriesgarse
en medio de circunstancias hostiles. Y es admirable su contribución
al país de origen, al que envían divisas, y al país
de acogida, cuya agricultura, comercio e industria enriquecen, por lo general
en trabajos mal pagados que los nativos no están dispuestos a realizar.
En los casos más felices, contribuyen a enriquecer la cultura del
país en que se instalan. Recuerdo ahora, al dueño español
de un bar de tapas en Río de Janeiro, donde solían reunirse
los pilotos de Iberia en cada uno de sus viajes de ida y vuelta. No sólo
aportaba su grano de arena al cosmopolitismo culinario de los cariocas,
sino que, además, había creado un pequeño rincón
de cultura hispana a pocos metros de la playa de Copacabana.
Más suerte
tuvieron Argentina y México, cuyas Universidades, Ciencias, Literaturas,
Artes y docencia tuvieron un segundo florecimiento, gracias a los miles
de maestros, profesores universitarios, artistas, científicos, intelectuales
y artistas que se vieron obligados al exilio con la derrota de la II República
Española. La inmensa mayoría desaparecieron ya, o están
a punto de extinguirse, en el más absoluto anonimato. Ha llegado
el momento de recuperar la memoria de todos ellos.
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